lunes, 4 de febrero de 2008

Víctimas y Sicarios


Por: José de Arimetea




Tal como el pastabasero que en la angustia roba electrodomésticos a familiares, vecinos o amigos íntimos, ganándose el inmediato reproche de quienes comparten a diario su mundo de precariedad y vulneración, así mismo los gordos, los feos, los negros, los abusados en el colegio o en la casa, los pobres, los que no tienen futuro, se convierten en neonazis y persiguen con furia la supuesta degradación de personas tan discriminadas como lo han sido ellos toda su vida. Adaptan a los límites de su población los trazos delirantes de una ideología fundada en el exterminio, sólo para redimir su propia cólera de postergado. Y aunque tal vez más de alguno comprenda que la utopía fascista en nuestro país es extemporánea, un mito que tanto el espejo como su ascendencia se empeñan tozudamente en desmentir, aun en ridiculizar, también saben que esa épica que describe razas superiores y estimula la depuración social, puede conferirles un estatus que de otro modo jamás se agenciarían.
Es evidente que sólo un malestar profundo y la completa ausencia de oportunidades hacen germinar estas ideas mesiánicas que, incluso en el país más educado y racional de Occidente, condujeron a la barbarie; que sólo individuos que escribirían Hitler con alguna falta de ortografía pueden llegar a matar con la excusa pueril de sanear sus barrios de elementos nocivos, tal como sus amigos de infancia lo han hecho por un equipo de fútbol mediocre o unas zapatillas de basquetbolistas.
La fábula nazi de que existen seres inferiores, obscenos, desviados, se hace verosímil sólo cuando te han hecho sentir alguna vez que militas entre ellos. En el neonazi está inscrito el desprecio de la mina rica que no pesca porque eres moreno, bajo y gordo; la voz ampulosa e imperativa del patrón que ordena, o de su esposa que esclaviza en tono cordial, amable; el escozor de las miradas en la nuca cuando caminas por Providencia o Apoquindo; la certeza incómoda, dolorosa, de que no llegarás mucho más lejos que esa fábrica donde eres operario. La violencia y el estigma social por el origen, aspecto o lo común de un apellido son una triste constante en nuestro país, y sus consecuencias bastante lógicas. Así, no es tan raro inocular el mismo veneno cuando, en una esquina mal iluminada de la periferia, el eterno discriminado encuentra a alguien todavía más débil y prejuiciado que él: un travesti, una prostituta, un punk o un peruano.
Por eso, no hay que engañarse. Muchos de los sesgos y animadversiones que vindican los nacionalsocialistas criollos, están arraigados con firmeza en nuestra psique colectiva. Es más, deberíamos conceder que los grupos perseguidos por los neonazis lo son también por el resto de los chilenos, aunque sin necesidad de salir en la noche a hacer temerarias barridas. El ciudadano de a pie no se ensucia las manos con la ‘escoria social’ (como he escuchado que denominan a sus enemigos, con esa retórica algo infantil, digna de superhéroe de dibujo animado); le basta con ariscar la nariz ante una loca pintarrajeada y chillona, tildar de delincuente al punky borracho que lo intercepta en Plaza Italia para pedirle una moneda de cien pesos, o decir que deberían deportar a todos los sucios peruanos que mean y comen en el flanco norte de la impoluta Catedral de Santiago. El sentido común no se equivoca: la marginación y la condena moral son lo suficientemente efectivas como para incurrir en razias abominables, en persecuciones explícitas.
Pero hay que hacer una escisión importante, ya que una cosa son los resortes que impulsan a un joven a involucrarse en una tribu urbana, por detestable o estúpida que ésta sea, y otra muy diferente son las ideas y visiones que subyacen –como complejos algoritmos encriptados- en una doctrina determinada, como la que profesan con cierta ingenuidad nuestros bulliciosos neonazis.
Se podría pensar que la experiencia neonazi aliena a sus miembros al punto de hacerlos olvidar la rígida estructura que ciñe a nuestro país, aquella que separa -casi a la manera de castas, como en la India- los sectores que tienen el poder económico y político, de lo que comúnmente llamamos el ‘perraje’. Inclusive podemos especular que de algún modo logran subvertir dicho orden, ya que de acuerdo a su teoría serían ellos mismos quienes ocuparían la cúspide de la pirámide social, lo que se justificaría mediante la incuestionable pureza de su origen, una tradición guerrera heredada del pueblo mapuche o cualquiera de los múltiples argumentos que articula su doctrina, todos igual de absurdos. Sin embargo, creo que sus ínfulas de preeminencia racial tienden a evidenciar justo lo contrario, es decir, lejos de ensombrecer las diferencias sociales con su ilusorio discurso de supremacía, permite visibilizarlas en toda su magnitud y dureza, dejándonos distinguir de paso el misérrimo lugar que les toca ocupar a ellos.
Como sicarios de los verdaderos elegidos, de la raza superior y estirpe dominante, los neonazis saquean a su antojo lo que podríamos identificar como el último peldaño de nuestra escala social. El punto es claro: no es su moral, sino la de estos señores que conforman nuestra élite católica, la que odia con pasión atávica a los travestis, homosexuales y prostitutas, la que condena sin matices a los pendejos punks, a los marihuaneros libertinos o al hip-hopero que hilvana estrofas de resentimiento en la esquina de su vecindario, como tampoco es de acuerdo a sus propios parámetros estéticos que los peruanos pueden ser considerados horribles o picantes los ecuatorianos, cuyos fenotipos no distan demasiado del de cualquier neonazi chileno. Ese pensamiento rígido, segregador, fanático, no les pertenece, y por mucho que crean hacer una lectura chilensis del ‘Anticristo’ de Nietzsche, lo cierto es que esa paranoia les ha sido inculcada por quienes sí poseen un extenso listado de ‘verdades reveladas’ que los obliga a discriminar, a apuntar con el dedo la caída del otro, a mirar en menos lo que no comprenden, a homologar diferencia con extravío.
Si bien es cierto que la mayoría de los chilenos, producto de ese inveterado arribismo que nos define, carga con una serie de aprensiones y prejuicios bastante similares, jamás serán tan rotundos y concluyentes como los de nuestra beata clase dirigente, de un catolicismo rayano en el integrismo. Los neonazis, como jóvenes soldados alemanes seducidos ante las palabras del Führer, han adquirido un amplio repertorio de odios, miedos y confusiones cuya matriz religioso-cultural desconocen, aun cuando no duden un segundo en defender con arrojo viril esos principios, como si de ello dependiera su honor y su gloria. O su futura vida en el Walhalla.

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